JUAN JESÚS GARCÍA  |  Granada, 18/11/2010

Hay conciertos que son fantásticas exhibiciones de facultades, conciertos de músicos para músicos (este año ha habido alguno) y otros en los que todo encaja: técnica, sensibilidad, creatividad, buen gusto... para que la noche sea extraordinaria, tanto para el oído más entrenado y exigente como para el curioso que se acercó a escuchar a CHALES LLOYD por su pasado lisérgico en la California de Jimi Hendrix (por cierto que de aniversario), Janis Joplin y el "ponte flores en el pelo". A pesar de su avanzada edad, o a lo mejor por ella, por lo visto, tocado y oído, reflexionado o meditado, el saxofonista de Memphis emocionó hasta el suspiro a todo el público, siendo el concierto más redondo de lo que va de Festival de Jazz de Granada, y apretando de los que siempre se podrá decir con orgullo (y envidia ajena) el clásico "yo estuve allí". De cinco estrellas, o seis.

Alto y enjuto, vestido de músico de jazz, sombra bailando en la penumbra y gesticulante discutidor con fantasmas invisibles (por momento vino a uno el recuerdo de un Dexter Gordon en el Paseo de los Tristes, boxeando contra ectoplasmas transparentes) salió el legendario saxofonista, coetáneo y actor de tantos fenómenos artísticos, culturales y sociales, que abrumado por su peso histórico se retiró a meditar tantas o más veces que Leonard Cohen (quien, ya se sabe, solo abandona el monasterio para hacer caja cuando le roban). Pero a pesar de sus dudas y venidas de sus fugas espirituales y su carrera intermitente entre conciertos y plantaciones de alcachofas, en Granada, cuando su tenor abrió la boca, su autoridad mandó callar: majestuoso, fornido, eléctrico, catártico, lírico... y todos esos calificativos que definen el señorío y la grandeza de quien tuvo y tiene. El que fuera el único músico de jazz que consiguió situarse entre los íconos de la generación de la Contracultura, mantiene en perfecto estado de revista sus habilidades, su locuacidad, su extroversión, sus características fugas hacia las notas altas retorciendo el cuello de su saxo, y a la par una elegancia suprema en graves. Perfecto. Su gente igual: el bajista Rogers no es de los que tocan, es de los que hablan y cuentan cosas, que no es lo mismo; el bien conocido Jason Moran (que llegó enfermo, pero de acostarse) bajo su desaliño formal ya sabíamos que esconde unas maneras exquisitas, y Harland, el baterista robado a Rosenwinkel, sacó una riqueza polirítmica y dinámica abrumadora, y es de los reciben aplausos hasta de los alérgicos a los solos de batería.

Pero si cada uno en su posición pudieran resultar inmejorables, la belleza de su concierto no estuvo tanto en las individualidades sino en la elección y el supremo gusto del trazado de las piezas, en la alegría o melancolía de sus trajes, en la potencia emotiva de lo tocado y el delicioso trabajo del guionista de cada canción; lejos del que en su momento firmara el original, pongamos que Silvio Rodríguez el 'Rabo de Nube' o la oxaqueña 'Llorona' (al parecer Lloyd es muy receptivo a las culturas hispanas). En este sentido muy jugosa fue la interpretación de un calipso dotado tanto de la gracia pizpireta del Corea (época 'Spain') como de la seriedad "Master del Universo" de Sony Rollins. Recordaron la espiritualidad reconcentradamente intensa de Coltane y se giraron hacia el oriente remoto (en la única pieza que hizo con el balcánico tarogato: 'Ramanaujan'). Misticismo, orientalismo... y como si estuviéramos en el Filmore East de Bill Graham, asistimos a un final recitado-mantra que, con una voz grave a lo Allen Ginsberg en pleno be-in, reclamaba pausadamente la paz por encima de todo. Un grande, hermano. Mucho.