ALFONSO SÁENZ  |  Madrid, 14/05/2011

En Nueva York no hay giraldas. Las he buscado, pero no están, y esto me entristece sobremanera. No hay duda de que hay muchas cosas. Muchas. Hay palomas, humo, socavones, guardias y personas. Pero no hay giraldas. Tampoco hay caballos, salvo los de los ya mencionados guardias, y más vale no acercarse demasiado. Si hay algo más imprevisible que un policía, es un caballo policía. Huelen el miedo a kilómetros, y cuando me miran son capaces de radiografiarme el alma. Estoy seguro de que lo hacen. Saben lo que pienso y me conocen. No me siento cómodo frente a un ser que sabe cómo meo y cómo me la meneo. Es cuestión de pudor.

Soy una presa fácil para el caos. De hecho, creo que soy de sus favoritas. La tarde de la partida de tenis llegué a esa conclusión. Un oso, una vaca y un cerdo jamás podían vencer a tres niñas muertas, por más que yo formara parte de su equipo. Tampoco se puede decir que sea un as de la raqueta, evidentemente, pero creo que si hubiera elegido como pareja a la avispa, todo habría cambiado de rumbo. Aún hoy me persigue la desazón de la elección equivocada, aunque soy consciente de que siempre erramos cuando escogemos. La otra opción siempre hubiera sido mejor.

No obstante, siempre prefiero evitar reflexionar sobre este tipo de cuestiones. Cada minuto que gasto en utópicas meditaciones, es una onza más que se añade al lastre que soporto sobre mi espalda, y ya estoy lo suficientemente encorvado.

Mi chepa jamás ha estado más erguida que en la época en la que fui bailarín de salón en Honolulu. Pero a medida que mi espinazo se erigía, mis entrañas se encogían. Porción a porción, mi alma se diseminaba por aquellas pistas y una miríada de estridentes cascabeles me perseguían a cada lugar que visitaba. Ese maldito tintineo no me permitía descansar, y el único medio por lo que fui capaz de alejarlos fue el de recluirme en un igloo que yo mismo construí. Dicen que las altas frecuencias no soportan el frío, y debe ser cierto porque aquellas endemoniadas campanillas no volvieron a molestarme.

El problema es que un esquimal en Hawaii no está bien visto ya que no da buena imagen, de cara al turismo, claro. En ese momento no entendí por qué debía marcharme, pero ahora sí que lo veo todo claro. El tiempo y la distancia suelen agregar nitidez a nuestros pensamientos, aunque, a veces, el efecto es totalmente contrario y las neuronas se tiznan. Una pátina aceitosa cubre nuestros sentidos y nos volvemos completamente imbéciles. No es mi caso, obviamente.

A lomos de un pequeño pulpo, y no sin ciertas complicaciones, regresé a las estepas, donde los rebaños de caballos salvajes corren a sus anchas, el viento no cesa y el sol brilla por su ausencia. Allí volví a ser tu perro, y tu padre y tu madre, y tu amante. Allí excavé profundas trincheras donde continúo agazapado a la espera de mi gran oportunidad. Y, a falta de giraldas, sigo alzando la mirada, tratando de distinguir entre la bruma el faro que me guíe y que, finalmente, me indique el camino a seguir.