ALFONSO SÁENZ  |  Madrid, 08/04/2011

A estas alturas de marzo empieza a dar gusto estar fuera. Pasear sin prisas por la calle principal, bajo el sol de la recién estrenada primavera, con una lata de cerveza bien fría en una mano y un pitillo humeante en la otra, es un placer, de esos que la vida nos brinda que, por baratos y agradables, solo pueden ser comparados con el sexo.

Siempre que pienso en sexo, el cuerpo me pide un Martini bien seco. Pero esta vez no lo tomaré, porque me hace recordar lo mal que lo hice y, en estos momentos, solo quiero deleitarme con mi paseo bajo el sol. Un sol, el de Madrid, que parece distinto al de la Cuenca Minera. Aquel es un sol frío, velado por una perpetua y despótica neblina gris, que no permite el paso del calor ni de la luz. La vida es dura en la Cuenca. Marlén lo sabía. La niebla también le robó la energía, además de la voz. ¡Pobre norteña desdichada!

Si se deja la niebla atrás, nunca se debe volver la mirada ni regresar, en ningún caso. Ezequiel lo hizo y fue su fin. Cuando regresas a un lugar después de mucho tiempo, parece que este ha cambiado y que ya no es el mismo, pero en realidad, siempre somos nosotros los que cambiamos. Los lugares permanecen, las personas, no. Los hay que no pueden soportar ese cambio y son destruidos.

Estos pensamientos me arrancan de mi disfrute solar e inundan mi cerebro con tu imagen, y con tus caricias. Me habría gustado tanto aliviarte y apagar el fuego que te consumía... Sé que son tiempos duros, pero silba y juro que, donde quiera que esté, acudiré. Mientras tanto, permíteme que goce de estos buenos momentos y de este Martini. Sí, al final no he podido resistir la tentación y lo estoy degustando, mientras leo La Razón, en la terraza de un bar.

Se está bien aquí. Aunque la mujer del tiempo anunciara vendaval, no me marcharía. No tengo por qué hacerlo. Aunque soy consciente de que los cimientos de mi palacio de papel no son del todo seguros y que se tambalean, seguiré aquí. Un rey jamás abandona su palacio. A partir de una montaña de escombros se pueden erigir fantásticas catedrales. Ya te lo dije: nunca te fíes de un animal herido.

Absorto en mis pensamientos, apenas advierto que el cielo se ha cubierto y que el sol ya no calienta. Creo que va a empezar a llover. Un gong invisible anuncia la retirada. El sol se ha marchado y la neblina se ha instalado a su alrededor. Ya se fue mi amor, y no sé cuándo volverá. Hasta entonces, trataré de disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Enciendo un nuevo pitillo. Creo que esta noche me voy a emborrachar. Porque así tú seguirás junto a mí. Solo así podré tapar las goteras de mi techo. Así el sol volverá a salir y me calentará, y yo disfrutaré con él, hasta la próxima tormenta.