Texto: Rafa Rus


En septiembre de 1998 nos dejaba Akira Kurosawa, uno de los grandes mitos del cine, para los neófitos en la materia, conocido en el mundillo por el sobrenombre de "el Emperador". La pérdida fue de tal magnitud que se puede comparar a la de grandes genios del celuloide como Welles, Ford, Hitchcock o toda la pléyade de directores que han enriquecido con su sapiencia la historia del cine.

Kurosawa era el máximo exponente del cine oriental, siendo el más occidental de los directores asiáticos. En Occidente estamos acostumbrados a escribir de izquierda a derecha, al contrario que los pequeños de ojos rasgados. En el cine también se escribía así, pero en la última década el cine asiático empezó a exportarse hasta convertirse en un referente en nuestras carteleras. Pero Akira no escribía, dibujaba. Su cine era pictórico, casi impresionista, como demostró en Los sueños, película producida por el mismísimo Spielberg, uno de sus más fervientes devotos. Su ojo era un pincel de tres pelillos que plasmaba una realidad que nunca existía para regocijo de los espectadores que saben saborear el color. Su dominio le vino de una vocación para dedicarse al honrado trabajo de ilustrador, pero su vida giró hacia el nuevo arte del siglo XX. Pero, antes del color vino el blanco y negro. En su primera época era un neorrealista que, caminando paralelamente a los italianos, dejaba en la pantalla la vida cotidiana y los problemas del japonés del postimperio.

A principio de los cincuenta inventó una serie de películas basadas en sus antepasados samurais. Así nace Rashomon, un ejercicio fílmico que nos demuestra que el cine es el mayor engaño artístico. Una historia contada desde cuatro puntos de vista diferentes. El tiempo y el espacio es el mismo, solo cambia la perspectiva interesada de aquel que cuenta la historia. Una obra maestra sin paliativos de la que han copiado desde sus contemporáneos cincuentones hasta Tarantino. La Mostra de Venecia del 50 se rindió ante tanta fuerza, premiándolo con un León de Oro y la salida hacia el exterior de su país. Posteriormente, Los siete samurais cumple todas las normas de la poética basada en la violencia y en el poder. No hay intereses gratuitos. Kurosawa supo dar la perfecta personalidad a cada uno de los héroes para que luego fueran copiados por un Hollywood envidioso que veía como el número de obras sumas aumentaba.

Pero el maestro, como suele pasar en estos casos, era un incomprendido en su tierra. Tokio, su ciudad natal, le dio la espalda, mientras el mundo entero le abría los brazos para ofrecerle sus máximos galardones. Es por eso que tiene que coproducir en 1974 una película con la Rusia más comunista. Dersu Uzala quedará como el mayor ejemplo de la historia de cine ecológico, amén de abrir un espacio a la amistad en época de guerra fría. La Academia le premió con un Oscar que repitió dieciséis años después, aunque con fórmula honorífica, dentro de un Hollywood rendido a sus pies. En el año 80 tuvo que producir, con ayuda de los emergentes de la nueva ola de directores como Coppola y Lucas, Kagemusha, la sombra del guerrero, un ejercicio de una rama batalladora sacadas directamente de la más pura tradición nipona de grandes guerras que le ha cautivado, en sus distintas variantes, durante toda su carrera. El poder y el estudio de la personalidad como estandarte le sirvieron para conseguir la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Dentro de este conjunto se encuentra Ran, adaptación mítica y colosal de El Rey Lear, en el segundo encuentro con Shakeaspeare después de tocar Macbeth en Trono de sangre.

El cine del "Emperador" es vibrante y tiene una riqueza sin límites. Planos de todos los estilos y ángulos, la cámara puesta desde el punto de vista variado, travellings arriesgados, panorámicas generales y encuadres sorprendentes al servicio de historias apasionantes y apasionadas. La generación de este maestro está repleta de grandes como Ozu o Mizoguchi, que representaban la sociedad de sus contemporáneos con acierto, pero Kurosawa iba más lejos. Desde la épica de una tierra, como un Japón repleto de historia, hasta la amistad de un guía que no utiliza botas representa la riqueza expresiva y cinematográfica de este cineasta que se ha sido estudiado hasta la saciedad.

El maestro del cine oriental, aunque sea el más occidental de ellos, falleció a los ochenta y ocho años de edad con medio centenar de películas estrenadas. El Emperador murió hace varios años. "¡Viva el Emperador!".