Texto: Rafa Rus
El cine mudo, con sus primeros desnudos, algunos escondidos detrás de una gasa y otros más descarados en películas históricas que permitían un estudio más antropológico del ser humano, ya mostraba tímidamente algunas partes del cuerpo humano prohibitivas para la época. Ya, en 1898 se atrevieron a rodar un beso de tornillo para escarnio de la sociedad de la época. Por supuesto aquel primer experimento se llamó El beso.
En los años veinte se permitía enseñar en alguna película americana de romanos, como Maciste, alguna tortura a mujeres que tenían al sadomasoquismo como bandera. En el cine francés estaba más liberado y se permitían el lujo de mostrar senos, desnudos completos y fabricar alguna muestra totalmente pornográfica, aunque nunca como lo conocemos hoy, sino con señores salidos de grandes bigotes que se atreven a tocar. Pero el cine internacional todavía no había visto ningún desnudo claro y todo estaba disimulado. En España, por supuesto, seguíamos con las mañas y los trajes autóctonos para contar historias. Que hemos dejado de ser de pandereta y castañuelas, de acuerdo, pero ha sido hace poco tiempo.
En el año 1932, la checa Hedy Kiesler era sorprendida por estar desnuda en un baño antológico para la historia del cine en Éxtasis. La película dio la vuelta al mundo y la actriz fue exportada a Estados Unidos para que se convirtiera en Hedy Lamarr. A partir de aquí empieza la época de oro del cine y el erotismo está presente en todo su esplendor, pero nunca sacando los pies del plato como en el cine europeo y, sobre todo, en el francés que se convierte en el símbolo liberador de la época, aunque tampoco el italiano se queda atrás, a pesar de que el fascismo era el propagador del cine histórico. El desnudo artístico fue la excusa necesaria para enseñar algo. Fue Marlene Dietrich quién demostró al mundo lo que era la ambigüedad y el erotismo lesbiánico. En El ángel azul se atrevía a besar a una mujer y en su viaje a Hollywood revolucionó la forma femenina. El erotismo estaba a la orden del día, pero siempre en insinuaciones que se hacían infantiles. En Tarzán de los monos el taparrabos de Weissmuller y la minifalda de O´Sullivan se quedaban en cosa de niños tras oír una conversación en el agua donde no se insinúa "eso de hacer el amor", sino que se propone directamente.
En los cuarenta el cine americano estaba repleto de símbolos eróticos con falda corta o biombos a la altura del pecho, pero nada se enseñaba. Hasta que llegó Rita Hayworth. En Salomé lo intuyó, pero en Gilda se desnudó, aunque sólo fuera un guante. El escándalo fue descomunal. Mientras, en la Italia de la postguerra, Silvana Mangano demostraba que unos shorts ajustados y un jersey dos tallas menores era la excusa necesaria para que Arroz amargo se convirtiera en un film de culto.
Los cuarenta fue el tiempo del erotismo, nunca del desnudo, hasta la llegada del macarthismo con su caza de brujas. La bochornosa persecución de los comunistas de Hollywood a finales de estos años creó en los cincuenta un clima de rareza que escondió las formas.
Después del macarthismo, que tan solo duró un lustro, la estructura seguía casi igual, pero no las fórmulas que volvieron a retraerse. De repente hace su aparición una rubia cañón que machacó todos los prejuicios y revolucionó el panorama. Marilyn Monroe había hecho desnudos para calendarios y no se cortó ni un pelo a la hora de explotar su pecho y cadera, pero siempre dentro de un orden lógico. Como se muestra en Cadena perpetua de la Hayworth pasa a Marilyn y de aquí a Raquel Welch. Los jóvenes empezaban a mutar hacia una generación más imperfecta y gamberra. Comenzaba la ruptura con el seno materno. Los mitos eróticos empezaban a ser leyenda viva para muchos adultos precoces que concebían el sexo como algo liberalizador. Los cincuenta se convirtieron, sin quererlo, en la antesala de la nueva forma de ver el desnudo por la sociedad. Por supuesto en la España de los cincuenta se pensaba en Marcelino pan y vino, sin desmerecer a la película de Vajda, y otras variantes más cerradas. En Francia y en el resto de Europa seguían la cosecha nudista a cuenta gotas, pero el caos que se creó en la postguerra daba la posibilidad a cierto aperturismo.
En los setenta todo cambió radicalmente. La moda de la liberación sexual y del hipismo llegó al cine americano de lleno. Ya no se escondía nada y el público pedía más aún. Los directores enseñaban cuerpos desnudos si lo pedía el guión y, en algunos casos, si no lo pedía también. Pero a la hora de enseñar el acto sexual todavía era muy cohibido. Se mostraba, pero de una forma alejada. Pero en el cine americano reaccionó positivamente. Ya se permitía el lujo de desnudar a sus actrices y enseñar, de vez en cuando, algún pezoncete sin escándalo. En Europa siempre hemos estado a la vanguardia. El mismísimo Passolini se dedicaba a mostrar a sus actores según los había parido su madre y dibujaba, como si fuera un renacentista que pedía a gritos el naturalismo, los homosexuales sin ningún pudor. Símbolos claramente fálicos y transgresores para dar fuerza a un cine complejo de ética y estética. El sexo dejó de ser tabú para adornar con bellos cuerpos, tanto masculinos como femeninos, el metraje de cualquier película. En España la escuela de Barcelona y algún otro movimiento esporádico lograban saltar la férrea censura que empezaba a filtrar algunos cuerpos sin que se movieran en lo político. Nunca se podía pensar en el cambio tan drástico que se daría en unos pocos años.
A finales de los sesenta empieza el boom. El cien pornográfico se vende como churros en
salas preparadas para tal fin. Hacer el amor se convirtió en algo natural y empieza la época dorada del cine porno. El primer lustro de la década de los setenta deparó el comienzo de Emmanuelle, con Silvia Kristel en la cabecera de la historia. En Estados Unidos Andy Warhol y el underground mostraban sus intérpretes desnudas al completo como reivindicación de un naturalismo que intentaba cambiar el arte sin éxito. Y sobre todo se comercializó la pornografía para el público en general, aunque llevaba muchos años ya inventada.
Pasar los Pirineos para ir tan solo al cine a ver una película se convirtió en una moda en esta España, que esperaba con una mano y rezaba con la otra. La sociedad hispánica de principios de los setenta se convirtió en caldo de cultivo par las modas progresistas, mientras que la censura todavía seguía haciendo de las suyas. El último tango en París se convirtió en una película señera para seguir el erotismo cinematográfico en este país. Sabemos que se probó la mantequilla como lubrificante en muchas casas de nuestra Iberia. Eso es doloroso, pero nunca malo.
El paso del erotismo a la pornografía, a veces, es tan solo una cuestión de encuadre. La posición voyerista del espectador se traduce en perversión al ver alguna pareja hacer el amor. Pero es el director del film el que decide lo que tenemos o no que ver. Es él el maestro de ceremonias y el que manda sobre la información. En la otra rama, la del erotismo, se le pide más a la imaginación calenturienta del espectador, que se monta su propia película en el subconsciente.
La aparición de la pornografía en el mercado de los setenta fue una explosión a nivel mundial que se ganó por el deseo de quitarse la represión vivida durante casi todo el siglo. Pero el cine pornográfico tenía un claro problema: entre unos y otros la cosa se repetía demasiado. ¿Cuál era la fórmula para agilizarlo?. Contar una historia mínima que agilice el paso. Con esta condición nacieron los primeros casos de clásicos de este género como Garganta profunda y su saga, en donde se cambiaba el clítoris de sitio por otro más sabroso, Detrás de la puerta verde, donde se mostraba una orgía mítica y El fantasma de la Señora Jones, donde nos mostraba que las serpientes pueden ser de lo más cariñoso. Era el principio de los setenta y cada vez más se consumía de este producto que fue tomando fama. Mientras el cine europeo se dedicaba a hacer productos más light, pornografía menos dura que servía para lanzar a algunas parejas más avanzadas hacia el camastro. Esta moda derivaría, años después, en los productos que Tinto Brass y Mario Salieri como muestras más artísticas de este género.
En España se empezó a abrir el mercado hasta que en el año 75, tras la muerte de Franco y la próxima llegada de la Democracia, la avalancha no pudo ser contenida por la censura que se bajó los pantalones. Las películas "S" se sucedían en las salas comerciales y la industria se lanzó de lleno hacia la pornografía. Todos los productos normales de la época se llenaron de pechos, traseros y otras cosas menos pudorosas. Era la época de "El Destape" que marcó una penosa calidad fílmica en busca de una espectador que habría que dosificarlo. No había cinta sin desnudo. Era la reacción lógica de la política liberalizadora. Corrían otros tiempos. Se cambió el panorama cinematográfico de la noche a la mañana.
Todas las actrices que estaban en edad de merecer decidieron sumarse a la moda del desnudo como Analía Gade, Carmen Sevilla, Mari Paz Pondal o Pepa Flores (alias Marisol). Las demás desaparecieron. Y paralelamente se creó una generación de buenorras en pelotas que, con el paso de los años, se fueron perdiendo en el olvido entre las que se encontraban Nadiuska, María José Cantudo, Bárbara Rey o Agatha Lys, que se llevó los laureles de la reina del destape cuando se especializó en este genero caliente.
Nunca se ha agotado la pornografía, pero cayó por su propio peso cuando la gente se acostumbró a que todas las películas llevaran desnudos. El público español de los ochenta empezó a dar la espalda a su cine y no había razón para seguir por esos derroteros. Cuando se fue consolidando la Constitución fue decayendo este negocio que se escapó de las manos sin transición ninguna. En el cine de los ochenta había un poco de todo. Algunos seguían con el despelote indiscriminado, como las archipopulares películas de Mariano Ozores con Pajares y Esteso, pero, en líneas generales, si había un desnudo era por exigencia del guión.
Los ochenta fueron unos años más equilibrados e incluso de receso. La parición del SIDA cambió el panorama sexual del cine a finales del decenio. El productor Salman King buscó la fórmula de hacer una película de sexo sin que viéramos nada, pero se intuía gracias a la novedosa técnica del vídeo clip. Adrian Lyne dirigió Nueve semanas y media para enseñar lo esencial y dejar mentes a su libre albredío en esa penosa muestra de algo que pretenden llamar film.
El virus contaminante influyó tanto que tuvo que cambiar sus postulados hasta hacer que una relación extramatrimonial sea castigada en Atracción fatal. Los mitos sensuales cambiaron de aspecto y se buscaron de otras nacionalidades, olvidándose de la dominante casta irlandesa que había conducido el cine americano del resto del siglo. Una película del fetichista holandés Verhoeven, Instinto básico, devolvió al cine americano la necesaria picantez para situarse en el sito intermedio en que nos encontramos hoy en día. La pornografía mal en cine, pero en vídeo para hincharse. De salidos está lleno el mundo o ¿es que de moralistas está vacío?.
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