DEAD
CAPO
"Díscolo"
Pueblo Records
(2002)
Hoja Informativa Pueblo Records.
Su nombre sería un buen título para una película de culto de serie B. Y su debut, "Díscolo", el acompañamiento musical perfecto. Los intérpretes, ellos mismos: Javier Adán (guitarra), Javier Díez-Ena (bajo, contrabajo) y Javier Gallego (batería), autores de diez canciones en las que un jazz bastardo se acuesta con un funk marciano, mientras suena de fondo un score de cine negro con toques de humor y algunos acordes sacados de una pieza de animación. El rock hace el papel de coctelera, en una magistral interpretación. Y el vocalista yace muerto junto al cadáver del capo. Cine canalla, elegante y bizarro.
La historia. Road movie y fronteras. Desierto y moteles baratos. Carretera y manta para olvidar un antiguo amor, INSECTO, su anterior grupo. Pero también un recorrido por algunos lugares en los que estuvieron juntos, que ya nunca serán los mismos. En el horizonte, asoman el jazz, la música libre e improvisada y otros estilos por definir, quizá incluso por descubrir. A la búsqueda de nuevos amores.
El reparto se completa con cameos de lujo: Nacho Mastretta y Markus Breiss (Clónicos, OCQ, Mil dolores pequeños...). Juan Tamayo (saxos, flauta, clarinete) y Jorge Magaz (piano, teclados), comparten todas las escena con los protagonistas. Y otros cuatro artistas invitados terminan de enredar la trama: Tres (platos), Manuel Morales (trompeta), Felipe Rodríguez (saxos) y Enrique Monleón (trombón). Entre todos nos devuelven, saludablemente viciado, tanto el sonido de las big bands como el de un pequeño y humeante night club.
Clásicos de un tiempo por llegar.
Texto: La Maga Z.
"Señor crítico -dijo Max Reger- estoy sentado en la habitación más pequeña de la casa, tengo su crítica delante de mí, dentro de unos instantes estaré detrás".
Así de sencillo, he aquí una crítica más con rumbo líquido, un vistazo a la música de unos tipos que hacen música reconstruyendo los recuerdos de su cinexin. La banda sonora de una barba, de una villa tropical, un vinilo escuchado con los ojos, el oído de un compás de hexaedros.
No parece haber indicios de crimen pero tienen algo sospechoso. Quizá tengan una máquina del tiempo y se roben a sí mismos las notas que producirán 20 años para adelante o tal vez tengan un resonador de ecos esculpidos retrógradamente por ruidos que están por sonar. No sabría decir.
En DEAD CAPO las musas acuden en forma de lavadoras que hacen collages estupendos con todas las manchas que arrancaron en sus vidas. Con su tarta de cumpleaños detrás de una urna aún caliente, son un estornudo encerrado en un grifo, un calendario lleno de inviernos, la carta cantada de un restaurante de Urano. A veces se oyen confidencias Debussyanas en forma de preludios: suena como una catedral sumergida, la intuición de un gesto que está a punto de producirse.
Acérrimos enemigos del dios Cronos, mientras tocan acaban introduciendo el transcurso en un ascensor. Estos tipos insisten con su funk munchiano en hacer una codificación matemática de un acto lisérgico, un berrido de cometa y dentista. Son el karaoke de los pájaros, un teléfono que no suena, un Shostakovich Satierizado.
De vez en cuando, como en Capuccino, aparece un momento sublime en el que todo se para y aparecemos tomando un Saimaza con Dios: "-no sí chico! A mí lo de la costilla me da yuyu-". Dead capo son un Adán con camisas frutodélicas y unas varas como baquetas de Va-no. En Capuccino viene a visitarnos un poco de Nino Rota para apadrinar ostinatos de frases partidas con una precisión microscópica, como loopas de aquellos momentos musicales que nunca acabamos de fijar su procedencia.
Si existiera un Freud de las armonías se daría un festín con estos tipos. Aparecen toda clase de patologías e irreverencias musicales. A mí me saben. Son de un Migus atareado y apaleado a la vez, más claras, pero agujereadas como un queso. Hay un pequeño Schoenberg entre las cuerdas y un hombre del saco estrellado en el miedo de nadie. Sam está hasta las narices de tocarla otra vez y le ha robado el garito a Bogart. Al oírlos viene a buscarte un gato callejero que se sueña a sí mismo flotando entre sonidos de Mancini. Hay un glam que se sacude como una estera y se cadencia 10 veces hasta asomar la risa. Un trópico de cáncer con esa censura de mogambo llena de incestos y de-formaciones simpatiquísimas. Se hace sonar el espejo de feria y aparece un Malher aFellinando, como la zona fantasma de los tres malvados de Superman.
Herederos del cine mudo, se pasean por un sonido ciego capaz de nublar la intención de cualquier juicio. La trampa es una calcamonía de tímpanos que habita en sonidos hechos de movimientos de norias: el telescopio de una olla que se aleja, lo compatible con la impresión posterior a un asesinato, todo acude a sus tritonos para devorar la calma. Las intros guardan la forma de un marcapasos de anocheceres y tienen una cocina acusmática de 9 lustros pegada a los dedos. después de gélidos fragmentos te sumergen en tan inusitados calipsos que te dan ganas de ponerle bañadores a las orejas. En sus cadencias pueden inyectar la resonancia a la pausa como una llamada perdida, resaca cítrica con viagra de ecos.
Sus componentes son tipos misteriosos que tienen por olla un algoritmo de puzzles y un carnet político de quirófanos. Algunos dicen que sus pijamas tienen forma de bata y otros que solo ponen la TV cuando van al trono. El bajista tiene por costumbre ponerle alas de insecto a sus líneas y dice dedicar el tema 5 a una cucaracha que arrancó de las garras de la muerte. Suele tomar aspirinas de silencios y parece ser que es capaz de deshabitar una nevera en segundos. Es un playa anotada dentro de una hipoteca, un juego de damas con jaque y un transformador musical de los documentales de Costeau. Entre sus aficiones destaca la de rasgear compulsivamente su bajo como un arpa, cual Cicerón, cuando ríen a su alrededor; también sabe de discursos cetáceos.
Del batería se dice que compuso una sinfonía percusiva donde cada golpe se correspondía con un palabra de no se qué libro de Sartre. Le encanta independizar todo sonido como un aislador de muestras que formoliza cada corchea. Es un Webern con parche que locuta cuadros de Seurat metidos unos en otros. Suele traficar con los tempos y compra a toda pastilla espacios rítmicos donde el instante quede congelado. Duerme dentro de un tambor que toca Cage y dice no querer redoblar en directo su fill más exquisito por no desgastarlo. Se comenta que entre sus aficiones destaca la de esponjar los acentos hasta convertirlos en espuma.
El guitarra, de palindrómico apellido con la nada, parece ser que era un doctor afgano, y salió de allí (de Afganistán, se entiende) después inventar una fórmula para sobrevivir sin glucosa. De pequeño su padre le hacia escuchar los discos de dos en dos, se conoce que de ahí desarrolló una extraña afición por encontrar los sonidos del folclore lunar que sumados reconstruían los temas. Le gustan las virutas de timbres que quedaron olvidadas en pasillos de hospitales, los últimos ritmos de los tipos que se marcharon. Asegura poder dividir el transcurso como a un átomo hasta asesinarlo. Se dice que montó la banda como una terapia para rescatar a los cuerdos de su universo sano.
No se les conoce a los tres ningún atisbo de pertenecer a patria alguna, aunque tampoco tienen intención de viajar con los transportes convencionales. De la composición no hacen más que una improvisación selectiva; no les gusta el saxo soprano, ni los directos periódicos y les encanta el gurrusmeo mientras graban sus discos. Al fin y al cabo, no son tipos que hacen música como un artículo en un Crónica sino que son atípicos que articulan música crónicamente: ciudadanos Kane de una película con presupuesto de Sandwiches chinos.
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