Texto y fotos: Juan Jesús García
Daby Touré: Medicina para la felicidad
Cuenta Daby Touré con todo lo necesario para convertirse en una superestrella africana: la mezcla perfecta de raíces y occidentalismo, buenos amigos (Peter Gabriel) y un incontestable concierto. Si con él no pasa mucho en breve, pidan que le devuelvan el dinero correspondiente a este artículo, si sucede, recuerden que aquí lo dijimos de los primeros (antes fueron, hay que reconocerlo, en la cartagenera Mar de músicas, donde llegó, tocó y venció, y luego en el BAM).
Ante este tipo de artistas hay quien siempre recurrirá al argumento de la desnaturalización globalizadora y patatín y patatán, pero hay que reconocerle a este personaje que la "corrupta primermundialización" le sienta muy bien y sabe como utilizarla para procurar la felicidad del oyente, cosa de agradecer y que no es muy frecuente.
Se presentó en trío, y a pesar de los 18€ en al puerta, entre paganos, invitados y curritos conseguimos un nutrido lleno, con parte de la colonia africana por aquí de auténtica gala y , desde luego, mucha gente con muchas ganas de contribuir a pasárselo bien; otros no tanto, y obligaron a que el cantante utilizara sus habilidades políglotas para recriminar internacionalmente las interferencias de fondo; en fin, la otra cara del conocido "me gusta ver la cara del público al alcance la mano" es que también se le escucha cuando no se callan.
Bajo y batería-percusionista pudieran parecer poco si no añadimos la enorme prótesis tecnológica en la que apoya su trabajo: una pedalera gigantesca como uno no ha visto otra tan grande en treinta y cuatro años de oficio; con todo tipo de modulación de los sonidos de su guitarra y un autoeditor que (sin abusar) le ayuda a doblarse y acompañarse con bucles de percusión y guitarras o efectos añadidos sobre la marcha, y que sin llegar a la exhibición-masterclass de Dominique A, le permite decorar a placer las interpretaciones.
Quien le haya conocido por los discos se encontraría a un Touré más animoso y pop, con estructuras de estrofas y estribillos propias de la canción de aquí, pero con sus timbre, giros y entonaciones inconfudiblemente subsaharianos; su voz tiene una considerable dinámica, con una dulzura que ya habíamos paladeado con Lokua Kanza y esos agudos suspendidos en el aire con los que Richard Bona hace maravillas (y que tan bien emula el blanquito Sting).
Un bajista de pulsación nutritiva y la fina pegada del baterista (seamos justos: y un técnico superatento y eficaz) completaron un equipo compenetrado y al que le gusta rodar suelto, porque al ser tan pocos pueden generar enormes espacios -muy rítmicos siempre pero sin estridencias- por donde trotar como por la pradera seguidos del respetable con una gran cara de satisfacción. Una agradable y templada sensación de placer compartido que acompañó al público hasta el final del concierto y que facilitó el sabio trabajo posterior de DJ Floro. Conciertos así debieran recetarlos en la Seguridad Social, el mundo iría mejor.
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